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                                                              Septiembre 10 de 1898La vida nos trae situaciones que nos marcan para siempre… Aquellas en las que una prefiere haber tomado el camino alternativo y aquellas que se nos presentan sin opción a cambio y simplemente no queda más que aceptar. Mi vida fue marcada por ambas.  Nací en Múnich el 24 de diciembre de 1837, crecí en Possenhofen, a orillas del lago Starnberg, libre y feliz, siempre en contacto con la naturaleza y en un ambiente desinhibido. Mis padres fueron Maximiliano José de Wittelsbach y la princesa Ludovica, hija del rey Maximiliano I de Baviera. Me llamaron Isabel, Isabel de Baviera. Recuerdo mi infancia despreocupada rodeada de 9 hermanas y hermanos.Elena, mi hermana mayor,  era muy diferente a mí, elegante, discreta, muy religiosa y sumamente disciplinada. Tanto mi madre como mi tía Sofía, madre del emperador Francisco José, pensaban que ambos debían unirse en matrimonio. Jamás olvidaré aquella reunión, ese encuentro que cambiaría mi vida, y no de la mejor manera.En 1853 se concretó una cita en la residencia de verano de la familia imperial con la intención de cerrar aquel compromiso tan anhelado. A último momento se decidió que yo acompañara a mi madre y a Elena a dicho encuentro, nadie esperaba lo que sucedió. Nuestro primo Francisco José no se interesó en Elena de ninguna manera, no solo eso, no me quitó los ojos de encima y lo único que hacía era acercarse y tratar de conversar conmigo. Cómo le he dicho tantas veces a Marie Valerie, mi hija menor a quien le hemos dado la libertad de escoger: “El matrimonio es una institución insensata. Te venden niña con apenas 15 años y haces un juramento que no entiendes y del que te arrepientes durante 30 años, o aún más, pero que ya no se puede romper.”  Él tenía 23 años y yo apenas quince, en primer momento me sentía halagada de sus atenciones, pero pronto me percaté de nuestras diferencias en intereses y de temperamento. El emperador de Austria quería casarse conmigo y jamás aceptaría una negativa de mi parte.Tenía miedo, pero inocentemente creí que todo sería más fácil. El 24 de abril de 1854, a mis cortos 16 años nos casamos en la Iglesia de los Agustinos de Viena.Ya instalada en Hofburg, el palacio imperial, me di cuenta en lo que me había metido. Quería  huir a toda costa. Yo estaba acostumbrada a mi libertad. Cualquier acto espontáneo era frenado inmediatamente. Mis damas de compañía eran mucho mayores a mí y extremadamente conservadoras. Sofía, mi suegra se convirtió en mi peor pesadilla. Criticaba mis vestidos, mi forma de ser, mis hábitos y mis intereses. Francisco estaba demasiado inmiscuido en sus ocupaciones y yo me sentía profundamente sola. Me refugiaba en mis perros, con los que paseaba en la corte, en la equitación que me encantaba y en larguísimas caminatas en los jardines del palacio.Un año más tarde di a luz a mi primera hija, Sofía.   La archiduquesa, mi suegra decidió hacerse cargo de la pequeña desde el primer momento, considerándome totalmente incapaz de ser madre y poder educarla. Al año siguiente nació Gisela y Sofía quiso imponerse nuevamente y alejarme de mi bebé. En esta ocasión logré oponerme y no se lo permití.  Después de quince días , mis niñas fueron trasladadas al palacio conmigo.Tal fue mi desgracia que en 1857 Francisco José y yo viajamos a Hungría con las niñas. Sofía se  opuso a que las pequeñas viajen, por lo tanto, yo, cegada por la ira que sentía ante ella me negué y viajamos con ellas. El 29 de mayo de 1857, ya en Budapest,  murió mi niña,  murió Sofía por una disentería que contrajo durante el viaje. Me sentía culpable, jamás me lo perdoné. Devolví a mi suegra la responsabilidad de la educación de Gisela, el hecho propició que me fuese denegado el derecho sobre la crianza del resto de mis hijos, quedando a cargo de Sofía.  Esto me llevó a una terrible depresión que no logré superarla, incluso con el nacimiento de mi hijo Rodolfo, nacido un año después, el 21 de agosto de 1858.Dentro de mi forma de ser, liberal, vivía en contradicción conmigo misma. Mi figura debía ser delgada. Mido 1m70, y mi peso no sobrepasa los 50kg. Alguna vez escribí: he tenido que reducir aún más mis frugales comidas, pues estaba a punto de sobrepasar los 50 kilogramos de peso –un límite fatídico para mí– y mi espalda ha comenzado a producirme unos persistentes dolores, que algunos días me han impedido montar por la tarde. Me inventé una dieta para mantener mi cintura en 47centímetros: carne de ternera o faisán siempre fría, leche fresca y sangre de buey, sin probar nunca las verduras ni las frutas, salvo las naranjas, sin importarme que  mi salud se pusiera en riesgo… debía hacerlo.La depresión en la que vivía al enfrentarme con mi realidad, con esa prisión que no soportaba hizo que empezara a viajar, hasta me prescribieron  alejarme. Adquirimos un bellísimo palacio en Corfú y un barco llamado Miramar en el cual emprendía viajes maravillosos. Esa fue mi llave hacia la libertad. En contra de lo establecido,  abandonaba Viena a mi antojo para encontrarme con el mundo. Durante mucho tiempo viajé a Portugal, Hungría, España, Egipto, Marruecos, y muchos lugares más.En agosto de 1862, ya con 25 años sobre mí, regresé a Viena. Esta vez más firme y madura. Acordamos con Francisco José que no me sometería a la disciplina de la corte al menos que fuera estrictamente necesario. Cumpliría con mis deberes como emperatriz, manteniendo un espacio propio donde disfrutar mi individualidad.A través de Rodolfo descubrí un lado de Francisco José que no me gustó para nada. Era sumamente estricto con nuestro hijo, imponiéndole  una educación militar extrema, llegando incluso al maltrato. Esto causaba tensión entre nosotros. Fue entonces cuando Rodolfo y yo nos unimos mucho. Él era como yo, compartía mis pensamientos liberales. ¡Cuánto amaba a mi hijo! Francisco José incluso lo obligó a contraer matrimonio con la princesa Estefanía de Bélgica a quien no amaba.Toda mi vida he amado a Hungría, me interesaban los rebeldes aristócratas húngaros que no dejaban descansar en paz a las conservadoras mentes del Imperio. En aquella época en que Europa vivía en guerras yo me disfrazaba para visitar hospitales, asilos y manicomios. En 1867 nació el imperio Austrohúngaro mediante nuestra coronación como reyes.  Un año más tarde, cuando yo tenía 30 años nació mi cuarta y última hija Marie Valerie, fue la única a quien pude educar. Yo la llamo mi hija húngara, es en quien he podido transmitir mis costumbres e ideas. Ya que yo viajaba durante largas temporadas no esperaba que Francisco José me fuese fiel. Cuando en 1885, Katharina Schratt, una actriz del Burgtheater de Viena entró en la vida de mi esposo, lo hizo con mi aprobación. De hecho, me llevaba tan bien con su amante, que mandé a hacer un retrato de ella y lo coloqué en el despacho de mi esposo. Él y yo habíamos logrado tener una relación llena de cariño, respeto y amistad. Nunca dejó de amarme. Yo, por mi lado había conocido a George Middleton quien fue mi piloto en 1874 cuando visité Inglaterra. Desarrollamos una relación muy cercana y disfrutábamos de nuestra compañía. En otro momento conocí a Gyula Andrássy quien era ministro de Relaciones Exteriores. Era húngaro y compartíamos los mismos ideales.Se rumoreaba que Marie Valerie es su hija, sin embargo, ella se parece tanto a Francisco José que los rumores se esfumaron con el tiempo. Francisco prefería no hacerse eco de las habladurías.El 30 de enero de 1889 viví el dolor más grande de mi existencia. Encontraron a Rodolfo muerto en el pabellón de caza deMayerling junto a su amante, María Vetsera. Se dijo que habían hecho un pacto de amor, que él la había disparado y después se disparó a sí mismo. Rodolfo tenía apenas 31 años, nunca creí en su suicidio, no existían pruebas suficientes. Después se pensó que pudo haber sido un complot político, pero tampoco hubieron pruebas suficientes. Fuese lo que fuese mi corazón murió ese día. Desde entonces visto de negro y llevo conmigo un abanico de cuero del mismo color, con el que escondo mi rostro avejentado. Estos años he pasado en Corfú y he recorrido diferentes lugares, pocas veces he vuelto a Viena, vivo inmersa en mi dolor.Hoy, 10 de septiembre de 1898 a mis 71 años, estoy en Ginebra, saldré a caminar junto a mi dama de compañía, Irma Sztárav.Deseo sentir la libertad del viento junto al lago infinito de esta ciudad.Sissi
Carta Sissi

 

Septiembre 10 de 1898 

La vida nos trae situaciones que nos marcan para siempre… Aquellas en las que una prefiere haber tomado el camino alternativo y aquellas que se nos presentan sin opción a cambio y simplemente no queda más que aceptar. Mi vida fue marcada por ambas. Nací en Múnich el 24 de diciembre de 1837, crecí en Possenhofen, a orillas del lago Starnberg, libre y feliz, siempre en contacto con la naturaleza y en un ambiente desinhibido. Mis padres fueron Maximiliano José de Wittelsbach y la princesa Ludovica, hija del rey Maximiliano I de Baviera. Me llamaron Isabel, Isabel de Baviera. Recuerdo mi infancia despreocupada rodeada de 9 hermanas y hermanos. 

Elena, mi hermana mayor, era muy diferente a mí, elegante, discreta, muy religiosa y sumamente disciplinada. Tanto mi madre como mi tía Sofía, madre del emperador Francisco José, pensaban que ambos debían unirse en matrimonio.  

Jamás olvidaré aquella reunión, ese encuentro que cambiaría mi vida, y no de la mejor manera. 

En 1853 se concretó una cita en la residencia de verano de la familia imperial con la intención de cerrar aquel compromiso tan anhelado. A último momento se decidió que yo acompañara a mi madre y a Elena a dicho encuentro, nadie esperaba lo que sucedió. Nuestro primo Francisco José no se interesó en Elena de ninguna manera, no solo eso, no me quitó los ojos de encima y lo único que hacía era acercarse y tratar de conversar conmigo.  

Cómo le he dicho tantas veces a Marie Valerie, mi hija menor a quien le hemos dado la libertad de escoger: “El matrimonio es una institución insensata. Te venden niña con apenas 15 años y haces un juramento que no entiendes y del que te arrepientes durante 30 años, o aún más, pero que ya no se puede romper.”  

Él tenía 23 años y yo apenas quince, en primer momento me sentía halagada de sus atenciones, pero pronto me percaté de nuestras diferencias en intereses y de temperamento. El emperador de Austria quería casarse conmigo y jamás aceptaría una negativa de mi parte. 

Tenía miedo, pero inocentemente creí que todo sería más fácil. El 24 de abril de 1854, a mis cortos 16 años nos casamos en la Iglesia de los Agustinos de Viena. 

Ya instalada en Hofburg, el palacio imperial, me di cuenta en lo que me había metido. Quería huir a toda costa. Yo estaba acostumbrada a mi libertad. Cualquier acto espontáneo era frenado inmediatamente. Mis damas de compañía eran mucho mayores a mí y extremadamente conservadoras. Sofía, mi suegra se convirtió en mi peor pesadilla. Criticaba mis vestidos, mi forma de ser, mis hábitos y mis intereses. Francisco estaba demasiado inmiscuido en sus ocupaciones y yo me sentía profundamente sola. Me refugiaba en mis perros, con los que paseaba en la corte, en la equitación que me encantaba y en larguísimas caminatas en los jardines del palacio. 

Un año más tarde di a luz a mi primera hija, Sofía. La archiduquesa, mi suegra decidió hacerse cargo de la pequeña desde el primer momento, considerándome totalmente incapaz de ser madre y poder educarla. Al año siguiente nació Gisela y Sofía quiso imponerse nuevamente y alejarme de mi bebé. En esta ocasión logré oponerme y no se lo permití. Después de quince días , mis niñas fueron trasladadas al palacio conmigo. 

Tal fue mi desgracia que en 1857 Francisco José y yo viajamos a Hungría con las niñas. Sofía se opuso a que las pequeñas viajen, por lo tanto, yo, cegada por la ira que sentía ante ella me negué y viajamos con ellas. El 29 de mayo de 1857, ya en Budapest, murió mi niña, murió Sofía por una disentería que contrajo durante el viaje. Me sentía culpable, jamás me lo perdoné. Devolví a mi suegra la responsabilidad de la educación de Gisela, el hecho propició que me fuese denegado el derecho sobre la crianza del resto de mis hijos, quedando a cargo de Sofía. Esto me llevó a una terrible depresión que no logré superarla, incluso con el nacimiento de mi hijo Rodolfo, nacido un año después, el 21 de agosto de 1858. 

Dentro de mi forma de ser, liberal, vivía en contradicción conmigo misma. Mi figura debía ser delgada. Mido 1m70, y mi peso no sobrepasa los 50kg. Alguna vez escribí: he tenido que reducir aún más mis frugales comidas, pues estaba a punto de sobrepasar los 50 kilogramos de peso –un límite fatídico para mí– y mi espalda ha comenzado a producirme unos persistentes dolores, que algunos días me han impedido montar por la tarde. Me inventé una dieta para mantener mi cintura en 47centímetros: carne de ternera o faisán siempre fría, leche fresca y sangre de buey, sin probar nunca las verduras ni las frutas, salvo las naranjas, sin importarme que mi salud se pusiera en riesgo… debía hacerlo. 

La depresión en la que vivía al enfrentarme con mi realidad, con esa prisión que no soportaba hizo que empezara a viajar, hasta me prescribieron alejarme. Adquirimos un bellísimo palacio en Corfú y un barco llamado Miramar en el cual emprendía viajes maravillosos. Esa fue mi llave hacia la libertad. En contra de lo establecido, abandonaba Viena a mi antojo para encontrarme con el mundo. Durante mucho tiempo viajé a Portugal, Hungría, España, Egipto, Marruecos, y muchos lugares más. 

En agosto de 1862, ya con 25 años sobre mí, regresé a Viena. Esta vez más firme y madura. Acordamos con Francisco José que no me sometería a la disciplina de la corte al menos que fuera estrictamente necesario. Cumpliría con mis deberes como emperatriz, manteniendo un espacio propio donde disfrutar mi individualidad. 

A través de Rodolfo descubrí un lado de Francisco José que no me gustó para nada. Era sumamente estricto con nuestro hijo, imponiéndole una educación militar extrema, llegando incluso al maltrato. Esto causaba tensión entre nosotros. Fue entonces cuando Rodolfo y yo nos unimos mucho. Él era como yo, compartía mis pensamientos liberales. ¡Cuánto amaba a mi hijo! Francisco José incluso lo obligó a contraer matrimonio con la princesa Estefanía de Bélgica a quien no amaba. 

Toda mi vida he amado a Hungría, me interesaban los rebeldes aristócratas húngaros que no dejaban descansar en paz a las conservadoras mentes del Imperio. En aquella época en que Europa vivía en guerras yo me disfrazaba para visitar hospitales, asilos y manicomios.  

En 1867 nació el imperio Austrohúngaro mediante nuestra coronación como reyes. Un año más tarde, cuando yo tenía 30 años nació mi cuarta y última hija Marie Valerie, fue la única a quien pude educar. Yo la llamo mi hija húngara, es en quien he podido transmitir mis costumbres e ideas.  

Ya que yo viajaba durante largas temporadas no esperaba que Francisco José me fuese fiel. Cuando en 1885, Katharina Schratt, una actriz del Burgtheater de Viena entró en la vida de mi esposo, lo hizo con mi aprobación. De hecho, me llevaba tan bien con su amante, que mandé a hacer un retrato de ella y lo coloqué en el despacho de mi esposo. Él y yo habíamos logrado tener una relación llena de cariño, respeto y amistad. Nunca dejó de amarme. Yo, por mi lado había conocido a George Middleton quien fue mi piloto en 1874 cuando visité Inglaterra. Desarrollamos una relación muy cercana y disfrutábamos de nuestra compañía. En otro momento conocí a Gyula Andrássy quien era ministro de Relaciones Exteriores. Era húngaro y compartíamos los mismos ideales. 

Se rumoreaba que Marie Valerie es su hija, sin embargo, ella se parece tanto a Francisco José que los rumores se esfumaron con el tiempo. Francisco prefería no hacerse eco de las habladurías. 

El 30 de enero de 1889 viví el dolor más grande de mi existencia. Encontraron a Rodolfo muerto en el pabellón de caza deMayerling junto a su amante, María Vetsera. Se dijo que habían hecho un pacto de amor, que él la había disparado y después se disparó a sí mismo. Rodolfo tenía apenas 31 años, nunca creí en su suicidio, no existían pruebas suficientes. Después se pensó que pudo haber sido un complot político, pero tampoco hubieron pruebas suficientes. Fuese lo que fuese mi corazón murió ese día. 

Desde entonces visto de negro y llevo conmigo un abanico de cuero del mismo color, con el que escondo mi rostro avejentado. Estos años he pasado en Corfú y he recorrido diferentes lugares, pocas veces he vuelto a Viena, vivo inmersa en mi dolor. 

Hoy, 10 de septiembre de 1898 a mis 71 años, estoy en Ginebra, saldré a caminar junto a mi dama de compañía, Irma Sztárav. 

Deseo sentir la libertad del viento junto al lago infinito de esta ciudad. 

Sissi